viernes, 9 de julio de 2010

ALFIL

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Sistemas exógenos

Por Roberto Piñón Olivas

No es nada nuevo escuchar que el sistema político mexicano se encuentra en crisis. Lo está desde hace muchísimos años. Hay que hacer memoria.

Los sistemas autoritarios y lineales permitieron armonizar a los pueblos indígenas bajo diversas batutas. Por ello, cuando el imperio español se establece sobre las ruinas de Tenochtitlán, no son nuevos los métodos de exclusión y predominio de una casta privilegiada que avasalla contundente.

Las ideas liberales sacuden a la nación y vencen al sistema político imperial: ni siquiera pudo imponerse un sistema parlamentario o semiparlamentario: la idea de constitución como reconocimiento a las libertades subyuga por encima de privilegios y se derriba la posibilidad de un rey sujeto a la carta magna.

Estamos hablando de 1824, la constitución mexicana, que con diversas reformas en el 57 y el 17, fortalecen la idea de democracia, representación, federalismo y república, como guías torales del ordenamiento jurídico primigenio.

Tres poderes equilibrados entre ellos, pero ninguno con la posibilidad del desconocimiento sobre el otro, al menos de jure, porque de facto, el sistema presidencial construyó una disciplina férrea que se rompe en el año dos mil, y que sujetaba al legislativo y al judicial.

Ahora, se quiere construir un sistema parlamentario, donde el legislativo pueda desconocer al primer ministro y el jefe de gobierno, electo democráticamente, pueda disolver el parlamento, cuando sean vetados sus acuerdos, en una suerte de cogobierno con –al menos- la primera minoría.

Se intenta edificar, además, una figura constitucional novedosa, los gobiernos de coalición, estableciendo acuerdos –imagino que así ha de ser- para distribuir posiciones en las secretarias –¿o ministerios?- a los partidos coaligados e incluso, a aquellos que siendo rivales, porque representan una porción de la voluntad electoral.

Es cierto que el sistema político se encuentra en crisis, pero el remedio debe ser gradual y no radical, de otra forma tendríamos un día desapareciendo al parlamento y otro retirando al primer ministro, cuando deje de contar con el apoyo de la mayoría parlamentaria. Conociendo el nivel de diálogo y consenso de nuestros políticos, esta posibilidad es un auténtico riesgo.

Tendríamos un gobierno donde cada ministro, apoyado por el partido de origen, tome sus propias decisiones, a contrapelo de la línea de dirección necesaria desde la jefatura de gobierno, quien sería incapaz de removerlos, en virtud de que su voluntad no es suficiente para ello y requiere de la decisión de las fuerzas políticas.

De facto, en estos momentos el presidente tiene que negociar con las fuerzas políticas, porque carece de los votos suficientes en el Congreso de la Unión para imponer su voluntad, tenga o no razón. De facto, el Congreso poco puede hacer ante el presidente en la ejecución de los programas administrativos. Lo único que queda –y que ha funcionado- es la censura política entre ambos que genera freno y gobernabilidad.

Con sus fallas, el sistema no está roto. Debe perfeccionarse en su funcionamiento, los actores deben asumir sus responsabilidades.

Es sumamente riesgoso pensar en experimentos políticos de gobierno con sistemas que pueden propiciar aún más la parálisis y provocar, con mayor contundencia, soluciones de facto. Con un dato adicional, por si fuera poco: la crisis del sistema político alcanza a los partidos: un sistema parlamentario, requiere forzosamente partidos sólidos y no corrientes ideológicas divididas, débiles, con liderazgos encontrados a lo largo y ancho del país.

El autor es Presidente de la Federación de Asociaciones de Periodistas Mexicanos AC

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