viernes, 23 de marzo de 2012

ME SIENTO FELIZ EN MEXICO: BENEDICTO XVI

 Me siento muy feliz de estar aquí, y doy gracias a Dios por haberme permitido realizar el deseo, guardado en mi corazón desde hace mucho tiempo, de poder confirmar en la fe al Pueblo de Dios de esta gran Nación en su propia tierra.
             Es proverbial el fervor del pueblo mexicano con el Sucesor de Pedro, que lo tiene siempre muy presente en su oración.
            Lo digo en este lugar, considerado el centro geográfico de su territorio, al cual ya quiso venir, desde su primer viaje, mi venerado predecesor, el Beato Juan Pablo II.
           Al no poder hacerlo, dejó en aquella ocasión un mensaje de aliento y bendición cuando sobrevolaba su espacio aéreo.
           Hoy, me siento dichoso de hacerme eco de sus palabras, en suelo firme y entre ustedes.  
             Agradezco, decía en su mensaje, el afecto al Papa y la fidelidad al Señor de los fieles del Bajío y de Guanajuato. Que Dios les acompañe siempre.
             Con este recuerdo entrañable, le doy gracias, señor Presidente, por su cálido recibimiento, y saludo con deferencia a su distinguida esposa y demás autoridades que han querido honrarme con su presencia.
             Un saludo muy especial a Monseñor José Guadalupe Martín Rábago, Arzobispo de León, así como a Monseñor Carlos Aguiar Retes, Arzobispo de Tlalnepantla, y Presidente de la Conferencia del Episcopado Mexicano y del Consejo del Episcopal Latinoamericano.
             Con esta breve visita, deseo estrechar las manos de todos los mexicanos y abarcar a las naciones y pueblos latinoamericanos, bien representados aquí por tantos obispos, precisamente, en este lugar, en el que el majestuoso Monumento a Cristo Rey, en el Cerro del Cubilete, da muestra del raigambre de la fe católica entre los mexicanos, que se acogen a su constante bendición en todas sus vicisitudes.
           México, y la mayoría de los pueblos latinoamericanos, han conmemorado el Bicentenario de su Independencia, o lo están haciendo en estos años. Muchas han sido las celebraciones religiosas para dar gracias a Dios por este momento tan importante y significativo.
            Y, en ellas, como se hizo en la Santa Misa en la Basílica de San Pedro, en Roma, en la solemnidad de Nuestra Señora de Guadalupe, se invocó con fervor a María Santísima, que hizo ver con dulzura, como el Señor ama a todos y se entregó por ellos sin distinciones.
           Nuestra Madre del cielo ha seguido velando por la fe de sus hijos, también, en la formación de estas naciones, y lo sigue haciendo hoy, ante los nuevos desafíos que se les presentan.
            Vengo como peregrino de la fe, de la esperanza y de la caridad. Deseo confirmar en la fe a los creyentes en Cristo, afianzarlos en ella, y animarlos a revitalizarla con la escucha de la Palabra de Dios, los Sacramentos y la coherencia de vida.

            Así, podrán compartirla con las demás, como misioneros entre sus hermanos, y ser fermento en la sociedad, contribuyendo a una convivencia respetuosa y pacífica, basada en la inigualable dignidad de toda persona humana, creada por Dios, y que ningún poder tiene derecho a olvidar o despreciar.
             Esta dignidad se expresa de manera eminente en el derecho fundamental a la libertad religiosa, en su genuino sentido y en su plena integridad.
            Como peregrino de la esperanza, les digo, con San Pablo: no se entristezcan como los que no tienen esperanza. La confianza en Dios ofrece la certeza de encontrarla, de recibir su gracia, y en ello se basa la esperanza de quien cree.
            Y, sabiendo esto, se esfuerza en transformar, también, las estructuras y acontecimientos presentes poco gratos, que parecen inconmovibles e insuperables, ayudando a quien no encuentre en la vida sentido ni porvenir.

            Sí, la esperanza cambia la existencia concreta de cada hombre y cada mujer de manera real. La esperanza apunta a un cielo nuevo y una tierra nueva, tratando de ir haciendo palpable ya, ahora, algunos de sus reflejos, además, cuando arraiga en un pueblo, cuando se comparte, se difunde como la luz que despeja las tinieblas y que ofuscan y atenazan.
           Este país, este continente, está llamado a vivir la esperanza en Dios como una convicción profunda, convirtiéndola en una actitud del corazón y en un compromiso concreto de caminar juntos hacia un mundo mejor.
             Como ya dije en Roma: continúen avanzando sin desfallecer en la construcción de una sociedad cimentada en el desarrollo del bien, el triunfo del amor y la difusión de la justicia.
            Junto a la fe y la esperanza, el creyente en Cristo, y la Iglesia en su conjunto, vive y practica la caridad como elemento esencial de su misión.
            En su acepción primera, la caridad es ante todo y, simplemente, la respuesta a una necesidad inmediata en una determinada situación, como es socorrer a los que padecen hambre, carecen de cobijo, están enfermos o necesitados en algún aspecto de su existencia.
             Nadie queda excluido por su origen o creencias de esta misión de la Iglesia, que no entra en competencia con otras iniciativas privadas o públicas. Es más, ella colabora gustosa con quienes persiguen estos mismos fines.
             Tampoco pretende otra cosa, que hacer de manera desinteresada y respetuosa el bien al menesteroso, a quien tantas veces, lo que más le falta es, precisamente, una muestra de amor auténtico.

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